Hace años, la gente sabía menos de psicología y más del alma. La gente era capaz de mirarse de forma más humilde, ante la imposibilidad de autocompletarse; lo cual les abría la puerta hacia la trascendencia, hacia las grandes preguntas, hacia Dios. Hoy día hemos puesto un gran tejado por encima de nosotros que nos impide ver el Cielo, la mente y la psique.
Los creyentes creemos firmemente que la salvación y la justicia son reveladas por Cristo y se desarrollan en el Amor a Dios y al prójimo. Sin embargo el hombre de hoy ha centrado su vida en la autopreservación y en el placer y se aleja de las palabras de Jesucristo cuando dice: Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? (Mt 16, 25-26).
El hombre de hoy vive bajo un techo de cristal que le impide extenderse más allá de él. En nada, en absolutamente nada, se mira a la vida espiritual del alma. Es más, en un alarde de completarse a sí mismo sin la ayuda de Dios y su aliento de vida en nuestra alma, el hombre de hoy ha ensalzado la psique, el poder de la mente y la psicología. Ha querido trascender la materia carnal, pues sabe que hay algo más, algo más grande e inabarcable fuera de él, pero lo ha hecho de forma abortiva, eliminando el alma y quedándose en lo que, si bien es cierto da un pequeño barniz de trascendencia, no deja de ser otra cosa que puede y quiere controlar él mismo, la mente. Y por eso pasa horas y horas en repetitivas meditaciones, buscando equilibrios energéticos cercanos a cosmologías paganas.
Comenzamos a endiosar a la psicología, a la psiquiatría y a la neurociencia y tenemos en perspectiva el dominio no ya de nuestra propia mente, sino la de los otros. Llegamos a creernos que hemos conseguido ser dueños de nosotros mismos, en nuestra voluntad, en nuestras emociones, en nuestra afectividad, en nuestros patrones de comportamiento, en nuestra sociabilidad y en nuestros sentimientos. Y si no llegamos al control deseado, siempre podemos acudir a los psicofármacos para neutralizar el vacío que produce el dolor del absurdo.
Es un juego paradójico, puesto que mientras se intenta trascender de la propia limitación del ser humano a través del dominio de la mente y de la psique, por otro lado se intenta reducir la mente y la psique a puro biologicismo. Y esto es así porque se ve en esta orientación la única forma de acercarse a la mente de forma positiva u objetivo y poder así controlarla y manejarla. El siguiente paso, a partir del conocimiento es la predicción, y para ello se ve en la inteligencia artificial y en las sofisticadas redes neuronales multicapa los grandes artífices para conseguirlo.
Se ha comenzado a dar pasos en el transhumanismo, movimiento cultural e intelectual que aboga por el uso de la ciencia y la tecnología para mejorar las capacidades humanas, tanto físicas como mentales. Entre las posibilidades que dicho movimiento contempla está la de la creación de nuevas formas de vida y de conciencia. Se habla de volcar la mente de una persona en una red de ordenadores, para perpetuar su existencia después de la muerte.
No nos damos cuenta de que buscando trascender estamos eliminando la posibilidad de trascendencia. ¿Es trascender que te recuerde la siguiente generación por algún motivo concreto? ¿Por ejemplo tu familia o un colectivo de personas porque fuiste un pintor increíble o escribiste aquél libro que cambio la historia de la filosofía o de la humanidad? ¿Es eso trascender cuando nuestro horizonte real es la eternidad? ¿Es trascender que te recuerden por tus hechos durante dos mil años, si el alcance temporal es la eternidad? Del alguna forma trasciendes, es cierto, cuando por ejemplo tienes un hijo, y él sigue tu legado, aunque sólo sea a través de tu carga genética, pero hablamos de una trascendencia mucho mayor.
Trascender es romper los propios límites materiales para ser completado conforme a la vocación a la que hemos sido llamados. Trascender es dejar que nuestra alma, viva en nosotros, y alimentada del Espíritu Santo respire para que tengamos vida verdadera. Trascender es dar a la vida espiritual la importancia que tiene y que nos sostiene en nuestra finitud humana.
Trascender es romper ese techo de cristal del que hablábamos al principio para dejar que el alma vivifique nuestra carne mortal, a través de la vivencia del Espíritu Santo. Esta trascendencia dota de sentido al ser humano y le hace capaz de amar hasta el extremo, aún a costa propia. Da sentido a la vida independientemente de las circunstancias y nos hace salir de nosotros mismos para vivir para los demás y para Dios, y no sólo para nosotros mismos egoístamente.
De nada valdrá alargar la vida, ya sea real o virtual si ésta no tiene sentido alguno.
Pedro Jara