Tenemos un intercesor, y no es ningún político.

Con frecuencia veo cómo algunas personas creyentes dedican mucho tiempo, no exento de sufrimiento, a examinar y a debatir sobre la situación política actual. Lo cual lleva a tomar partido, incluso de forma firme o enconada, a favor de un bando en contra del otro. Dentro del esquema de polarización, del que hablé en un artículo anterior, se cree ver en un bando la solución y en el otro la destrucción. Y no digo yo que uno de los bandos no esté más cerca de la solución deseada que el otro, pues ya comenté cómo en la Asamblea Nacional Francesa, que dio origen a los términos derecha e izquierda, uno de los bandos apoyaba a la Iglesia mientras que el otro no. 

No quiero decir tampoco que tengamos que obviar la política y su importancia. De hecho, como podemos leer en la Gaudium et Spes 74: Los hombres, las familias y los diversos grupos que constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus energías en orden a una mejor procuración del bien común. Por ello forman comunidad política según tipos institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección...De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes.

Pero este hecho no debe hacernos perder el norte, en un punto de vista o perspectiva mucho más amplio, vamos a llamarlo discernimiento, que nos ha sido dado por la fe. Me referiré a un ejemplo muy, pero que muy significativo de todo esto.

Uno de los éxitos de la gran ocupación romana a los largo y ancho del Mediterráneo fue la religio licita. Esta política permitía que las diversas religiones y cultos locales continuaran practicándose siempre y cuando no representaran una amenaza directa para el orden público o el gobierno romano. La tolerancia religiosa era una característica importante del Imperio Romano y se utilizaba como una herramienta para fomentar la estabilidad y la lealtad en las provincias conquistadas. Sin embargo, cabe destacar que esta tolerancia tenía límites y en ocasiones las autoridades romanas intervenían si consideraban que alguna práctica religiosa representaba una amenaza para el poder imperial (no hay más que pensar en las persecuciones contra los cristianos). 

Esta tolerancia, que también tenía sus condiciones, como las de reconocer al César: Contestaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que al César» Jn 19, 15b., contribuyó a lo que se conoce como Pax Romana, que duró desde el gobierno de Augusto hasta el siglo II d.C.  Aún así, la dominación romana imponía sus leyes e impuestos en todos sus territorios, lo cual no dejaba de alentar revueltas e intentos de liberación de la dominación romana en muchos territorios, que ciertamente habían perdido su autonomía. 

En este contexto, muchos judíos creyeron ver en Jesús al Mesías que liberaría a Judea del dominio de los romanos.  Aún sin contar con la llegada del Mesías, surgieron en Judea varios grupos judíos rebeldes contra la ocupación romana, como los zelotes y los sicarios, que actuaron antes, durante y después de la vida de Jesús en Judea.

Fue en este contexto socio político donde Jesús vivió y se manifestó y sin embargo no fue esta situación su preocupación, sino la llegada y manifestación del Reino de Dios. Un Reino de Dios que buscaba la salvación de todos los hombres a través del conocimiento de la Verdad, es decir del mismo Jesucristo, camino, verdad y vida.

Nunca tomó Jesús partido por ningún poder político, religioso o civil de esa época, pues no eran ellos los portadores de salvación alguna, ni los elegidos para la llegada del Reino de Paz y Amor entre los hombres. Fue Él mismo el encargado de traer y anunciar el fundamento de este Reino en el Sermón del Monte, que comenzó enunciando las Bienaventuranzas. Un mensaje realmente contracorriente y revolucionario: Bienaventurados los pobres. 

No sólo eso, sino que Jesús, durante su vida en tierras judías, donde ya dijo ante Pilato: mi reino no es de este mundo (Jn 18, 36),  no hizo nada para evitar lo que ocurriría apenas 37 años después de su muerte: la destrucción total de Jerusalén: En verdad os digo, todas estas cosas caerán sobre esta generación». «¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a quienes te han sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a los polluelos bajo sus alas, y no habéis querido. Pues bien, vuestra casa va a quedar desierta (Mt 23, 36-38).

En el año 70 d.C. el general romano Tito Flavio Vespasiano entró en Jerusalén al mando de las legiones X Fretensis, V Macedonica y XV Apollinaris. Estas legiones jugaron un papel crucial en el asedio y la posterior toma de la ciudad. Bajo el mando de Tito, estas legiones llevaron a cabo la conquista de Jerusalén, que culminó con la destrucción del Segundo Templo y la supresión de la Gran Revuelta Judía.

Habrá una Segunda Guerra Judeo-Romana (132-136 d.C.): La revuelta de Bar Kojba fue una insurrección armada liderada por Simón bar Kojba contra la ocupación romana de Judea. Aunque inicialmente tuvo éxito y estableció un estado judío independiente, finalmente fue sofocado por el emperador romano Adriano en el año 135 d.C. Después de la caída de Betar, la última fortaleza judía, Adriano cambió el nombre de la provincia de Judea a Siria Palaestina y prohibió a los judíos entrar en Jerusalén, marcando el final de la revuelta y contribuyendo aún más a la dispersión de los judíos.

Ambos eventos, la destrucción del Segundo Templo durante la Primera Guerra Judeo-Romana y la represión de la revuelta de Bar Kojba durante la Segunda Guerra Judeo-Romana, resultaron en una enorme pérdida de vidas y la devastación de Jerusalén y sus alrededores. Estos eventos marcaron el fin de la presencia judía significativa en Judea durante muchos siglos.

¿Dónde está pues la salvación del hombre? ¿Dónde ha de poner éste sus miras? ¿A quién debe buscar como intercesor? Ciertamente nuestro reino no es de este mundo, y nuestra patria es el Cielo. Por eso no encontraremos en político alguno al mediador que nos alcance la Paz y el Amor, ni la solución a los problemas de verdad. El único intercesor válido ante el Padre es JesucristoEn verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa (Jn 16, 23b-24).

Debemos pues rezar por los gobernantes y todos aquellos con algún tipo de autoridad y poder; para que sean fieles a la Ley del Señor. Pero sin olvidar que ninguno de ellos será el salvador ni tan siquiera el mediador entre Dios y los hombres.

Como decía, y no me canso de repetirlo, san Agustín, nuestra ciudad, ha de ser la Ciudad de Dios: Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor.


Imagen: La destrucción del templo en Jerusalén. Francesco Hayez, 1867


Pedro Jara, diác.